domingo, 9 de marzo de 2008

LOS HOMBRES SABIOS

Como no podía ser de otra manera, en el barrio de La Paternal también florecieron los hombres sabios. En tiempos primitivos, cuando esta actividad todavía no tenía la actual forma de profesión, los hombres sabios repartían desinteresadamente sus dones desde las mesas de los cafés. Allí cualquier persona a la que atormentaba un problema, podía despacharse a gusto con su aflicción, y seguramente la voz amiga de algún hombre sabio le ofrecería consuelo o incluso una solución. Posiblemente, esa costumbre pudiera considerarse un complemento de la actividad que, desde los confesionarios, realizaban los curas de las Iglesias del barrio.

Pero las cosas dejaron de transcurrir apaciblemente cuando la Musa del barrio, la célebre Aseret —que tan honda huella dejara a su paso— mencionó un día, como hombre sabio, a un vecino de sobrenombre o apodo el Kenri . Bien es sabido que la sola referencia efectuada por aquella niña, valía tanto como haber recibido una medalla de oro por algún mérito específico.

El sorprendido vecino —algo flojo en materia de instrucción— solicitó discretamente asesoramiento al maestro Filemon Portales, quién prestamente lo remitió al Diccionario de la Real Academia. Allí pudo leer trabajosamente, que Sabio era un hombre con profundos conocimientos de una materia, ciencia o arte, y que Sabiduría era un grado muy alto del conocimiento. El Kenri quedó sorprendido de lo que era, ya que ni él mismo lo sabía, pero consideró que si la Musa lo coronó de esa forma, pues Vale. Al final—terminó razonando—las cosas no son lo que son, sino lo que la gente cree.

Poco tardó en despertarse la vena comercial del Kenri, cosa que él también ignoraba que poseía, y de inmediato se entregó a una serie de maquinaciones con el objetivo santo y puro de hacerse millonario —eso sí— con el sudor de su frente. Decidió que se dedicaría a la venta de humo, pero bajo la apariencia de otra mercadería.

Su primer paso fue la apertura de un “consultorio” pero nunca se supo específicamente para qué. De inmediato comisionó a dos granujas —que fueron sus ”empleados”— a que recorrieran en barrio, y en forma discreta —pero alevosa— hicieran correr la voz de que el “hombre sabio” sabía más que los médicos y practicaba curas milagrosas. Puso especial énfasis en que visitaran a las chicas que “patinaban” en la calle, ya que barruntaba, las afirmaciones de ellas tendrían mucho peso entre sus clientes. Si una patinadora lo afirmaba, Santa Palabra.

No tardaron en caer los primeros incautos a los que el Kenri no atendía de inmediato, sino que los sometía a horas de “amansadora”. Mientras los tontos esperaban, los empleados se les arrimaban y hábilmente les sonsacaban cuales eran sus dolencias, con la vieja técnica de contar primero las de ellos, para que luego los “pacientes” cantaran las suyas.

La información era transmitida al sinverguenza principal, y cuando los tontos entraban a la consulta, este; levantando las manos decía ;”¡no me digas nada!, tu sufres de hemorroides, tienes mal aliento, pié plano y no sabes bailar el tango”. Los clientes apenas podían creerlo, el hombre sabio, con solo mirarlos ya conocía sus males. Cuando recomendaba remedios, también indicaba donde podrían ser comprados. Los “fármacos” solo eran azúcar de varios colores, en forma de glóbulos, grajeas o píldoras; a veces de jarabe. El “farmaceútico” tan falso como el “médico”, compartía luego las ganancias al 50% con el Kenri. Otras veces curaba solo con palabras, que eran más difíciles de interpretar que la Biblia leída de atrás hacia adelante. Nunca se recibía dinero por las consultas, solo se aceptaban donaciones para una ignota “sociedad de beneficencia”. Se aceptaban regalos en especie, que luego eran vendidos para hacerse de efectivo. Faltaba más.

Pero la apoteosis del Kenri llegó cuando la clientela se agrandó de tal manera, que ya era necesario esperar días, y no horas, para ser atendido. Ante tanta demanda se decidió alquilar la cancha de fútbol del club Argentinos Juniors, donde se realizaría una cura masiva de enfermos llegados de todos lados, incluso de barrios vecinos. El día convenido se arrimaron al estadio unas diez mil personas que se instalaron en las tribunas a la espera de la ansiada cura. Esta enorme concurrencia no fue casual, durante varias semanas antes del día D, el diario Crítica realizó propaganda encubierta bajo la forma de noticias y reportajes, que calentaron el ambiente y permitieron un éxito tan grande como el alcanzado.

Se apostaron actores de teatro que simularon las mas variadas plagas y enfermedades, y que después de las palabras del “maestro” resultaron milagrosamente curados. Agitadores profesionales provenientes del Partido Comunista predispusieron al público para la “exaltación” del “Nuevo Jesucristo”. Se instalaron quioscos de bebidas y comestibles que alcanzaron cifras record de ventas, por supuesto compartidas con el “hombre sabio”.

El cura de la Iglesia Nuestra Señora de la Consolata, viendo declinar de golpe el número de fieles, se dirigió al Comisario de Policía del barrio y solicitó una amplia investigación sobre el competidor que le había aparecido, argumentando presunto fraude al vecindario. La investigación no arrojó el resultado esperado por el religioso. El comisario Bermúdez le informó lacónicamente: “Vea Padre, no hemos podido encontrar nada para procesarlo, este hombre es muy hábil y escurridizo, debe estar cruzado con anguila”.

En efecto, el Kenri solo recibía personas en su casa, no cobraba honorarios por los consejos que daba, los regalos que recibía no constituían delito, solo sugería donde comprar los remedios, la cancha de fútbol había sido alquilada para un espectáculo de circo y las reacciones del público eran simples manifestaciones de la buena gente.

Pero bien dicen que la codicia rompe el saco y a nuestro hombre, un buen día, le llego su San Martín. Fue cuando le recomendó a un comerciante que la cura de sus males podría hacerse a través una importación de juguetes especiales provenientes de Estados Unidos. Por supuesto el comerciante entregaría el dinero por anticipado y el Kenri se ocuparía de la importación. Cuando el buen hombre recibió la mercadería en su depósito pudo constatar que las cajas, en vez de juguetes, contenían hojas secas. De inmediato se personó al Comisario Bermúdez, quién en menos que canta un gallo, detuvo al “sabio”.

En la declaración indagatoria se le preguntó al Kenri porqué había colocado hojas en lugar de juguetes, a lo que el muy fresco respondió: “Pero Comisario, no dice la poesía que… “hojas del árbol caídas / juguetes del viento son…”. El Juez de Sentencia lo condenó a ocho años de prisión por el delito de “estafa en la calidad o cantidad de las cosas” (art. 176 del Código Penal). Lex…dura Lex.

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