martes, 18 de marzo de 2008

El baño (I)

Para variar, Juanjo se quedó trabajando el viernes hasta tarde. La verdad es que no tenía ninguna otra cosa mejor que hacer. Un año y medio antes su mujer, hastiada de no verle el pelo de lunes a sábado, y de compartirlo el domingo con el fútbol, los amigos de toda la vida y la planificación laboral de la semana entrante, decidió tomar las de Villadiego. Delante de sus narices, cogió a sus dos hijos de la mano, los metió en el coche y se sentó frente al volante. Antes de encenderlo, le dijo: “¡Esto es lo que tenía que haber hecho hace mucho tiempo!¡Gilipollas!”. Cuando arrancó el motor, automáticamente y, a todo volumen, Joaquín Sabina y Javier Gurruchaga, comenzaron a cantar “Pisa el acelerador”, dejando a Juanjo atónito y sin capacidad de respuesta.

Desde entonces Juanjo, ya de per se adicto al trabajo, se había vuelto un auténtico neurótico del tema laboral. Había aprovechado su situación personal, para aceptar un traslado a otra ciudad, lejos de su exmujer y de todo lo que le recordase a ella. Trabajaba los siete días de la semana, si bien los lunes se permitía el lujo de levantarse tarde ahorrándose así el primer atasco de la semana. Una vez llegaba, no se levantaba de su asiento más que para ir al baño, o si tenía lugar alguna reunión. Nunca bajaba a tomar café con los compañeros. Nunca hablaba del partido del día anterior si no era en la hora de la comida, y nunca estaba conversando en el quicio de la puerta de algún despacho. Lo suyo era un ritmo prusiano. Arribaba a la oficina entre las nueve y las nueve y cuarto. Se levantaba a comer a la una y cuarto más o menos. Tras el almuerzo se permitía el lujo de un café y una copa de coñac, siempre que no fuese más allá de las dos en punto, porque a y cuarto ya estaba otra vez con la mirada fija en la pantalla de su ordenador, o en sus papeles. Hacía un alto sobre las seis, la hora en que sus compañeros partían para casa, y se iba al gimnasio situado a cien metros. Hacía su monótona tabla de ejercicios. Primero calentamiento breve, después media hora de cardiovascular intenso, para terminar con musculación y relajación. No más tarde de las siete y media, volvía a encerrarse en su despacho, ahora ya con la comodidad que supone el estar sin molestos compañeros que pudiesen interrumpirle, y no lo abandonaba hasta pasadas las diez de la noche. A esa hora se acercaba a cualquier establecimiento de comida rápida y cenaba algo rápidamente. Volvía a casa y navegaba por internet en busca de sexo fácil con el que aliviarse.

Los sábados y domingos la rutina cambiaba ligeramente, porque en lugar de realizar sus actividades laborales en la oficina, trabajaba desde casa.

La rueda solo se interrumpía cuando jugaba su equipo de fútbol. Entonces ponía la televisión y se sentaba con un whisky y cualquier tipo de aperitivo para ver el partido. En ocasiones echaba de menos la compañía de otro ser humano con el que comentar las mejores jugadas o con quien salir a tomar una copa. Todos sus amigos habían quedado atrás, en la ciudad que les vio crecer.

Por acuerdo con su antigua esposa, solo veía a sus hijos un mes en verano. Era en lo único en lo que habían estado de acuerdo. El viaje desde su antigua residencia a la nueva era largo y pesado para unos niños tan pequeños. Además, él no le había confesado los verdaderos motivos, interrumpían su cadencia laboral y podían suponer un receso en su trayectoria. Así que fingió ser un buen padre y tenerlos de forma intensiva todo el mes de agosto en lugar de hacerles viajar cada quince días. Por supuesto el acuerdo incluía la posibilidad de pasar a verles entre semana si por cualquier motivo se desplazaba a su ciudad, cosa que no había ocurrido hasta la fecha pese a las innumerables ocasiones en las que el trabajo había motivado desplazamientos a la sede central de la compañía.

Aquel día no tenía nada de diferente al de los demás. Le daba igual que fuese el último viernes laboral para la mayoría de sus compañeros. A partir del lunes, prácticamente toda la plantilla se cogería sus vacaciones, quedando tan solo un pequeño retén de guardia, que por otro lado trabajaba en la sección inferior del edificio, en la zona del almacén y que raramente subían a la zona de administración. Es más, le seducía la idea de saber que durante casi cuatro semanas, no tendría moscones a su alrededor incordiando y molestando. Serían unas gloriosas jornadas de trabajo tranquilo y placentero.

Cerró el archivo en el que estaba trabajando y pulsó F4 para apagar el ordenador, al tiempo que se levantaba para colocar los informes generados en el archivador correspondiente. Fue en ese momento, cuado sintió la primera llamada de la naturaleza. Sus tripas, tranquilas hasta ese momento, aprovecharon el movimiento producido al incorporarse para solicitar la evacuación de todos los residuos orgánicos en ellas almacenados. Juanjo suspiró. Odiaba levantarse para hacer cualquier cosa y que sus intestinos o su vejiga dispusiesen de un orden diferente. Cogió la primera revista que encontró sobre su mesa y, con paso apresurado, salió de su despacho dirigiéndose a la zona de los urinarios. Ésta estaba estratégicamente situada en un lateral en el centro del área de oficinas. Justo al lado del ascensor. De este modo, cualquier visita tenía una orientación fácil hacia la misma.

Para entrar en la zona común era necesario, primero, acceder a una pequeño vestíbulo que separaba el área femenina de la masculina. Una vez franqueada esa puerta, se entraba en el servicio. Generalmente Juanjo elegía el más alejado de la entrada, ya que era el que le proporcionaba una mayor sensación de intimidad. En esta ocasión, al encontrarse solo en la empresa, entró en el primero que vio y, tras bajarse pantalones y calzoncillos, se sentó en el retrete. Abrió la revista, y se dispuso a hacer lo que se hace en esas circunstancias.

“Caga el rey, caga el Papá y caga la mujer más guapa” – decía siempre su abuelo cuando era niño, provocando siempre su hilaridad y sus carcajadas. Ese dicho le acompañaba cada vez que “iba al trono” como también lo llamaba el anciano. No pudo evitar una sonrisa al recordarlo.

Al terminar, abandonó la lectura de la revista y, tras proceder a la pertinente limpieza de la parte implicada, se abrochó los pantalones, acercó su mano al picaporte y lo giró para salir. Se sorprendió cuando, a pesar de que el giró había sido correcto, al tirar de la puerta, ésta no se movió. Volvió a girar el picaporte y a tirar. Nada. La puerta permanecía en el mismo lugar. “¡Vaya!” – se dijo-. “Parece que se ha atascado”. Repitió la operación unas cuantas veces, algunas con tacto, otras con violencia, hasta que se rindió a la evidencia. El pestillo no funcionaba. Estaba atrapado.

En circunstancias adversas, la mente humana funciona mejor. La de Juanjo comenzaba a evaluar la situación cuando tuvo lugar el segundo desgraciado acontecimiento. Se apagó la luz.

“¡Joder!” – exclamo -. “¿Ahora esto?”.

Comenzó a gritar y aporrear la puerta con todas sus fuerzas. Sabía que ninguno de sus compañero permanecía en la oficina a esas horas, pero era posible que el personal de la limpieza aún permaneciese en las instalaciones.

Sin embargo no fue hasta que sus manos y garganta comenzaron a dar señales de agotamiento, cuando se rindió a la evidencia. Estaba solo. Si no quería pasar el fin de semana encerrado en esos tres metros cuadrados tendría que ingeniárselas para solucionar el problema.

Examino la situación con mirada crítica. Había dos temas importantes. El primero. No podía abrir la puerta. El segundo. No tenía luz. Recordó su teléfono, olvidado sobre su mesa. “Si lo hubiese traído” – pensó – “tendría su luz”.¡Ja! – un amago de risa brotó de su boca -. Si lo hubiese traído, la luz me la pelaría ¡Coño! Ya habría llamado a alguien”

Se calmó y volvió a concentrarse en su problema. A oscuras es difícil actuar. ¿Por qué no había luz? Recordó la fotocélula que se activaba cada vez que alguien entraba en el baño. “Maldito ecologismo de salón. Como si se gastase mucha luz en el baño” – el pensamiento cruzó rápidamente su cerebro, pero no le hizo caso-. La fotocélula era inalcanzable, se encontraba en la entrada a los servicios y no tenía manera alguna de llegar hasta ella para activarla. Tendría que trabajar a oscuras.

¡La puerta! ¡Hay que romper la puerta! – fue su siguiente pensamiento.

Al igual que en las películas de acción, apoyó las manos en las paredes para darse impulso, y se lanzó contra la puerta con el hombro derecho por delante.

El dolor recorrió todo su brazo y espalda al impactar con la madera. Aquel golpe era mucho más doloroso de lo esperado. Quejándose y agarrándose el dolorido miembro, se sentó en la taza. Había otra solución. Golpear el rebelde picaporte con la planta del pie para destrozarlo y de esta forma desbloquear la cerradura. Volvió a incorporarse y empezó a soltar patadas de algo parecido al kárate en la zona elegida. Los dos primeros golpes fueron certeros. La parte inferior del llavín recibió sus iras. Sin embargo no tuvo la misma suerte con el tercero. La ausencia de luz para fijar un objetivo hizo que su pierna desviase su trayectoria, y que el pie impactase de lleno en el saliente destinado al giro de la manivela. Otra vez el dolor se apoderó de él. Cojeando saltó hacia atrás mientras un hondo quejido salía de su boca, sus manos agarraban con desesperación el maltrecho miembro, y una lagrima comenzaba a brotar en sus ojos.

Una vez más se sentó esperando que remitiese el dolor. ¿Cuánto hacía que estaba encerrado?¿10 minuto?¿20? No tenía manera alguna de saberlo, su reloj era su teléfono y sin él, el paso de tiempo era completamente relativo.

Volvió a buscar una manera de salir. Recordó todas aquellas películas en las que algún héroe escapa de una trampa similar, de una prisión o de un cuartucho de escobas.

Decidió tratar de desmontar la puerta. Intentó visualizarla. Estaba en el medio del hueco que dejaba el perímetro. Ninguna de sus lados estaba en el mismo plano que las paredes interior y exterior, lo que dificultaba el asunto ya que no podía hacer palanca con nada.

Decidió que lo primero que haría sería quitar el marco de la puerta e intentaría arrancar desde arriba el que tenía la cerradura. Tuvo suerte, los clavos que sujetaban los embellecedores estaban flojos y no le costó demasiado desprender el listón. La apartó a un lado y, a tientas, busco un punto débil en el armazón en el que estaba incluida la cerradura. No encontró ninguno. La estructura era maciza.

Se dio cuenta entonces de algo que hasta el momento le había pasado inadvertido. ¡Llevaba su cartera consigo! Afortunadamente estaba en viernes. El día en el que los empleados cambiaban sus trajes por ropa menos informal. El día en el que su cartera y sus tarjetas viajaban en su bolsillo trasero. Presa de emoción cogió el billetero y seleccionando la tarjeta (desechó las de crédito y débito que estaban en primera línea y tomo la que debía de ser una tarjeta de fidelidad de alguna marca comercial) empezó a introducirla en el hueco que la puerta dejaba con la moldura. Otra vez el cine era su inspiración. Aquello se hacía siempre en las películas con éxito. Sin embargo ese, definitivamente, no era su día de suerte. Era imposible mover el cerrojo.

Continuará.......

4 comentarios:

Firebrand dijo...

Oye, Boticcario:
Así como Juanjo quedó encerrado en el baño, yo quedé encerrado en el cuento. ¿Como sigue? Pues lo sabrás en la segunda entrega. Me quedo esperando.
Te informo que en una época de mi vida trabajé mas o menos como el protagonista, pero era soltero.
Haya salud ..y trabajo.

bastekcat dijo...

Supongo que se te acabó la batería del ordenador cuando te quedaste encerrado y no pudiste terminar. Cuando salgas y leas esto por favor cuentanos que pasó.
Y si no contestas al menos sabremos que no has muerto de sed, porque supongo que la cisterna funcionaría....

Los Caballos de Troya dijo...

No me he visto nunca en esa situación y espero no encontrarme en ella nunca.
Por otra parte, nunca he llegado a entender la obsesión que tienen algunas personas por el trabajo. Algún fin de semana ha tocado quedarse a trabajar, buen vale, pero hay muchas cosas que se tienen que disfrutar antes que se te pasen por delante de tus narices.

Anónimo dijo...

Pero bueno! no nos dejes así, no sé por qué esta historia me deja un regusto de angustia como el que me dejó "La cabina", vaya agobio. Estoy esperando la continuación.
M.Carmen