lunes, 21 de enero de 2008

PAPEL


Los hechos que aquí van a referirse tuvieron lugar allá por el año 1930. Como toda historia tiene un principio y un lugar de desarrollo; esta comenzó en el porteñísimo Barrio de La Paternal, de la ciudad de Buenos Aires, Capital Federal de la República Argentina.
Permítaseme decir que este notable barrio fue cuna y residencia de hombres y hechos que trascendieron las fronteras de aquel país sudamericano, —siendo la que aquí se relata—una de las más representativas.
Las cosas, como suele suceder muchas veces, tuvieron un arranque inicial de lo más inocente. Un grupo de personas,—aficionadas a distintas especialidades artísticas— hartos de cosechar fracaso tras fracaso, decidieron agruparse en una Asociación con el objetivo de brindarse ayuda mutua. Decía la primitiva Junta Promotora que la entidad…
“será como una enorme cueva, donde sus socios/habitantes podrán protegerse de las inclemencias de la incomprensión, la envidia, las mafias y otras yerbas que tan fuertemente soplaban afuera”. Como corolario decidieron bautizar el engendro con el nombre de “Sociedad de Renunciantes del Río de la Plata”.

El objetivo social sería…”el de renunciar por anticipado a los posibles premios o reconocimientos que diversas Fundaciones otorgaban, y que eventualmente pudieran corresponderles”. Vale decir, que los integrantes de tan magna asociación, de motu propio y anticipándose a los hechos, declinarían toda suerte de honores y reconocimientos, equiparándose en su filosofía a los postulados de Diógenes, El Cínico, quién ante un ofrecimiento de Alejandro Magno le contestó: “métetelo en el culo y no me quites el sol”.

Semejante amplitud de miras, no solo los colocaba en la primera línea de la Etica, sino que también contribuía a elevar su moral de trabajo, al saber que de ahora en más, quedarían al margen de cualquier componenda, chanchullo o extorsión que pudiere influir en sus actividades artísticas. Y lo que era más importante; ellos habían decidido esa línea de conducta; y solo ellos. También quedaban en un pié de igualdad frente a las Fundaciones otorgadoras de premios, señalándoles que el renunciamiento era el emblema de los Santos y las Santas. Aunque a decir verdad, podrían haberse ahorrado las renuncias, ya que en la práctica nadie les daría nunca un centavo por sus “obras” artísticas.

Pero, lo que empezó siendo un proyecto mutualista privativo de determinadas personas, y sin más pretensiones que la defensa de unos intereses pequeños, tomó entidad propia y sobrepasó a sus primitivos fundadores. En efecto, lo que originariamente fuera exclusivo de la Ciudad de Buenos Aires, fue copiado por otras ciudades del país y de países vecinos. Y no solo ello, sino que otras actividades no artísticas también copiaron la idea y organizaron sus Asociaciones de Renunciantes.
No pasó demasiado tiempo en que la buena nueva llegara al resto de América Latina, luego a EEUU y más tarde a Europa.
A consecuencia de ello se contaban en 1932, y en plena crisis del capitalismo, unas 900.000 Asociaciones de Renunciantes en todo el mundo Occidental. Algunos Sociólogos de la época consideraron los hechos bajo una nueva óptica, y en vez de hablar de una expansión de la idea, sostenían que se trataba de una metástasis ideológica. Los efectos de semejante crecimiento no tardaron en hacerse notar. De pronto, numerosas Fundaciones, Universidades, Clubes de footbal, Municipios, Entidades Vecinales y un larguísimo etcétera, se vieron inundadas de cartas de personas que declinaban los honores que hipotéticamente pudieran corresponderles. Los servicios de correos se vieron súbitamente desbordados, los tradicionales repartos de cartas por medio de carteros debieron ser sustituidos por camiones. Los empleados del correo reclamaron mayores salarios; sostenían que a mayor trabajo corresponde mayor sueldo.

Las estampillas postales se agotaron en todo el mundo, y para franquear las cartas se inventó —precipitadamente—una máquina que colocaba obleas en lugar de estampillas. Este invento perdura hasta nuestros días, lo que demuestra que no hay mal que por bien no venga. Pero la que sufrió un crecimiento descomunal fue la industria papelera, a tal punto, que en plena crisis bursáti l—iniciada en 1929— los únicos títulos que tenían cotización en las alicaídas Bolsas mundiales eran los de ese sector..
A tal punto llegó la demanda que comenzó a notarse,— a escala mundial— un desabastecimiento de papel nunca conocido hasta ese entonces. La primera reacción vino de la Asociación Mundial de Empleados Públicos, quien puso el grito en el cielo, alegando que escaseando el papel sus miembros se verían condenados al despido y la miseria.
Al poco tiempo, la Sociedad de las Naciones publicó un estremecedor informe: de continuar así la demanda de celulosa, las reservas de madera del planeta se agotarían en dos años, incluida la selva del Amazonas.

A fines de 1932, se reunió en Ginebra, Suiza (no Bols) un Comité formado por doce mil miembros en representación de todas las naciones del planeta, quienes luego de deliberar durante diez minutos, tomaron la estratégica decisión de…” suspender de inmediato el funcionamiento de todas las Sociedades de Renunciantes que operaban hasta ese momento, prohibir la constitución de nuevas asociaciones al estilo y delegar en los países miembros la facultad de cerrarlas definitivamente”. Esto último a fin de que cada Estado preservara su soberanía.

De aquella Resolución puede decirse —sin el menor rubor— que se convirtió en “papel mojado” ya que solo cinco Estados resolvieron prohibir las Asociaciones en cuestión, y el resto ni siquiera abordó el tratamiento de la recomendación final de la Sociedad de las Naciones, por lo que aquel noble propósito sigue suspendido en casi todo el mundo a la espera de su tratamiento final. Y de esto transcurrieron ya setenta y seis años, incluso la Sociedad de las Naciones desapareció en 1946.

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